RAQUEL EDITH BOURGADE OLIVARES


 Cuando te busco madre en la tatuada estela de la vida
no se me viene decir semillas y raíces, ni la tierra
Se
me viene la elegancia de la brisa
y tus lecciones de modales y maneras.

No puedo más que recordar la modulación en el lenguaje
la cena preparada en sus manteles de almidón
las servilletas con argollas impecables, la sopera
y la panera de vidrio y plata.

Soy el hijo que recuerda a la recién casada
jugando en el hogar que se le viene
sin saber que hay un fin en la jornada
de cualquier amor de sueño y magia.

Estoy encaramado en el olmo alto del patio grande
y sobre el techo de la casa humea esa larga chimenea.
Sé que estás puliendo los esmaltes de la estufa
y rizando tu azabache donde más ondea.

Cuando te busco madre
no vienen los sudores con sus panes ni la tierra
si no el pan cortado a lo francés
y los codos fuera de la mesa s’il vous plait.

Los cubiertos bostezando con esmoquin
son la formación de una escuadra marinera
mientras pintas tus labios rojos de rubí
en las cristalerías pulcras del buffet.

Mi padre viene a buscarte en su automóvil
con asientos de suaves terciopelos.
Te despides como nube en tu abrigo de leopardo
y tu perfume agoniza en la mampara.

A mi padre le queda muy bien ese sombrero
con su bufanda de seda blanca.
A ti; los prendedores con sus perlas
y tu lozana risa clara.

En casa sólo queda el frío brillo de las tablas
y el fieltro del felpudo con el perro mudo.

Existo escondido en la leñera
con su olor de quebrado aserradero,
las cortezas que me muestran sus arrugas
y la ruma de los troncos ordenados en hileras.

Está la casa pulcra hasta los cielos
que destellan en el aire con gráciles dibujos
y se mueven cojos
en el paisaje empapelado de los muros.

Vuelan garzas sobre japonesas arboledas
a la despensa con guindas y frutillas
navegando con su aroma
donde ordenas los tarros de conservas.

Está el jardín antártico llamando a que le roben
los botánicos y esféricos matices de bodega
¿Quién podrá olvidar las consecuencias?

Cuando te busco madre
se me abre el mundo
repleto con tus viajes,
tus baúles y maletas.

Corro en los camarotes de aquel buque
para alcanzar el motor de la distancia
y me quedo de corbata en el muelle cabizbajo
con tu pañuelo blanco en mi bolsillo inmenso
a la medida de mi infancia.

Eso explicaría el horizonte
cuando reina mi silencio.

Tus letras son hermosas y redondas
y me gustan más tus amplias iniciales
que intento duplicar en la carta blanca de mi patio
cuando nieva,
aunque no entienda.

Y tu caligrafía abraza generosa
la curva de las nubes
que son nubes
de tus viajes y encomiendas.

No hay sentimiento más grande de alegría
que una madre que regresa
con sus olores extranjeros
y el crujiente celofán con sus carcajadas de regalo.

Es cuando te encuentro madre
en el dorado borde de mi plato solitario
en la ropa muda del ropero
y en el nudo exacto del zapato.

Tus amigas parlotean hilarantes.
Se prueban tus vestidos con las páginas sociales
Quisiera morder esas rodillas
donde adivino el témpano y el frío
de todos sus dominios.

Pero mañana cumplo años
así dice la etiqueta
y deben remojar con ron esos bizcochos
para mi blanca torta de galletas.

Hoy miro la foto de la mesa
y eran sólo cuatro velas,
mi peinado primoroso y mi bonete.
Y yo sabía más que tú de calaveras.

Allí está mi primer auto de regalo
con sus cromadas ruedas para el viaje
y el destino estoico de mi firme itinerario
programado para lejanos aeroplanos.

Así fue como amé con inmensa devoción
mi primer vuelo como navegante solitario.
Multipliqué mis recorridos y a donde fui
siempre me llamaste pero no pudiste ubicarme.

Cuando te busco madre
en los ajados pliegues de algún mapa
pasa tu ángel de brújula,  bitácora
que apunta como siempre a tus latidos.

Fíjate que es la primera vez que pienso en ti
y no se me llenan de preguntas los vacíos,
pues al fin pude encontrarte en esta ruta.
Y fue a partir del hijo más distante.